domingo, 2 de agosto de 2015

Desazón muy cara

El pianista prodigio de oído tan fino que cualquier ruidito le molesta. Uno en especial muy puntilloso. Perturbable en exceso. Tanto que el público tiene prohibidísimo aplaudir en sus conciertos. En lugar de eso, el auditorio transmite su admiración tras las obras con un tenso y sofocante silencio de cinco minutos con la mirada fija en el intérprete. A veces también recibe aplausos. Aplausos improducidos. Un playback de manos loco sin llegar a contactar las palmas. Aplausos tristes e insatisfechos (estar insatisfecho el aplauso, no el ejecutor). Acto seguido, los asistentes desalojan el auditorio mientras el pianista toca una composición trágica para cerrar el concierto que les obliga a guardar silencio mientras enfilan la salida. Elige siempre la pieza más decadente y lúgubre que tiene en su repertorio (disfruta especialmente con esto). De hecho, algunos salen tapándose los oídos de tan desgarradora que es. La desolación en los rostros de las almas en pena que salen de ese teatro: el día a día del músico. La gente paga —y mucho— por irse a casa con el ceño fruncido y el ánimo torcido. Desazón muy cara. Y de hecho, en cierto modo si no vuelves así puedes decir que el espectáculo ha sido una estafa absoluta y tu descontento seguramente será peor que si te hubiera partido el alma tal y como estaba previsto

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