Un pianista de misas fúnebres —solo de misas fúnebres— recibe una oferta para tocar en una fiesta cool. No tiene ni un euro en la cuenta corriente, de modo que acepta solo por el dinero. Actuará a regañadientes, como medio de vida. Lo único que enriquece y alimenta su espíritu es la música de funeral y nada puede cambiar eso. Durante la fiesta toca canciones animadas y alegres, pero lo hace con una expresión profundamente lúgubre y sombría. Cuanto más divertida es la canción, más se encapota su rostro. Sus manos son un espectáculo de júbilo y energía, el resto es un cuerpo en descomposición. Un cadáver con dedos de oro. En un momento dado (el punto álgido de la fiesta) se produce un hecho desafortunado: un viejo —al parecer bastante apreciado por todos— muere por un fallo cerebral (o lo que sea, da igual) y cae fulminado al suelo. La realidad es inapelable. Se hace el silencio. Nadie duda que la víctima ha abandonado la vida y en breves nutrirá todo tipo de insectos. El pianista se percata de la situación. Sus melodías se detienen de golpe. Siente una imperiosa necesidad de tocar algo triste, pero el momento es inapropiado. Demasiado reciente (tocar música dramática inmediatamente después de la muerte de alguien: gesto bonito y a la vez feo, homenaje prematuro, muestra de estima improcedente y precipitada). No se alegra de la muerte del viejo, pero, indirectamente, el infortunio ha acabado con el sufrimiento insoportable de interpretar esas odiosas canciones festivas. En cierto modo, era o el viejo o él. Pasados unos días, las mismas personas vuelven a llamarle y le contratan para el réquiem del finado. Ahí sí que va mejor la cosa. Le cuesta contener la sonrisa. Acabada la misa, y procediendo al entierro, se oyen unos golpes y gritos que parecen provenir del interior del ataúd. «¡Socorro, socorro!». «Sacadme de aquí». El tipo ha despertado. Había permanecido en estado de catalepsia desde el ataque hasta ahora. La buena noticia deviene motivo de celebración de inmediato, por todo lo alto. De nuevo, llaman al pianista para tocar. Sin embargo, ya ha sacado buena tajada de los dos eventos anteriores y lo declina. Años más tarde, en las esquelas del periódico, ve el rostro de aquel señor que un día le llenó los bolsillos. Vuelve a estar en una precaria situación económica. Se apresura entonces a llamar para ofrecerse como músico. Sin mucho tiempo para pensar, le sale un mensaje bastante feo: «Soy el pianista que rechazó tocar en la fiesta por la resurrección del señor Rocafort, querría saber si están interesados en que toque en su funeral, perdón, en el acto mortuorio» (intenta arreglar la cagada mediante un torpe eufemismo). Sorprendentemente, vuelven a contar con él. En la ceremonia, su satisfacción al piano es máxima. Tal vez se trate de la mejor actuación de su vida. Al final, gracias a la muerte del puto viejo que no paraba de pedirle 'La barbacoa' de Georgie Dann en aquella fiesta, ha obtenido la redención como pianista trágico.